miércoles, 24 de febrero de 2010

aquellos maravillosos años


Habían pasado trece años desde que me encontré cara a cara con J. Mascis por primera vez. Corría el verano del 97 en Benicàssim –exacto, el de la inundación. Qué recuerdos, ¿eh?–, y yo sólo contaba diecisiete primaveras. Me pasé todo el concierto admirando el espectáculo sonoro desde la primera fila y con las manos en la cabeza. Ahora ya no tengo diecisiete; ahora son 31 y muchas veces me he sorprendido rememorando aquella noche, lamentándome porque sabía que, con el paso de los años, sería difícil volver a repetir la misma experiencia. Pues bien, lo que vivimos en el Apolo barcelonés con la visita de la formación original de la banda que a muchos nos cambió la vida fue, sencillamente, apoteósico.

Sólo entrar en la sala, uno ya se quedaba alucinado al ver lo que Mr. Mascis ponía sobre el escenario. El genio de la melena canosa sale a escena rodeado que cuatro torres Marshall que nos harían sentir como si nos golpearan en el pecho muchos de los himnos de nuestra vida, de la de antes y la de ahora. Porque, seamos realistas, la vuelta de Dinosaur Jr. es de las poquísimas que tienen razón de ser, como después demuestran esas dos joyas que son Beyond (Fat Possum, 2007) y Farm (Jagjaguwar, 2009). Mascis y Lou Barlow, acompañados por Murph –increíble a la batería–, repasaron temas de todas las épocas del grupo, desde las más recientes (Over it) hasta grandes clásicos como The wagon. Como ya imaginarán, en esta ocasión ni estuve en primera fila ni con las manos en la cabeza, pero sí me emocionó ver cómo un público que ya peina canas -y muchos seguro que calientan biberones- olvidaba todos los problemas para bailar un poco y poner la sala patas arriba. Y es que habrán pasado los años, para ellos y para nosotros, pero el recuerdo de los 90, el volver a sentir que el mundo está a tus pies, solo es posible en conciertos como éste. Gracias, Dinosaur Jr.

viernes, 19 de febrero de 2010

lo perdieron


No veía a Arctic Monkeys desde 2006, justo su año de explosión, cuando se decía que iban a salvar el mundo. El grupo que revolucionó la industria desde su MySpace cayó después, como todos, en lo previsible. A aquel mítico Whatever people say I am, that’s what I’m not (Domino, 2006) le siguió Favourite worst nightmare (Domino, 2007), que pasaba por ser más o menos lo mismo que el debut pero sin la fuerza y frescura de éste. Y ahí, en ese preciso momento, fue cuando me planté con los chicos de Alex Turner. No sé cómo pero, desde entonces hasta ahora, es como si la banda no hubiera existido. De acuerdo que Turner ganó muchos puntos junto a Miles Kane en su proyecto The Last Shadow Puppets, pero algo me dijo que después de eso las cosas iban a cambiar, y lamentablemente así fue.

El pasado 6 de febrero, en el Sant Jordi Club -espacio que no acabo de entender muy bien–, me di de bruces con un grupo que no tenía nada que ver con aquella grata sorpresa que descubrí hace cuatro años. Para mi asombro, después de hablar con algunos amigos, a una gran parte de los asistentes le había encantado la actuación –aunque de eso no hay que fiarse mucho, porque ya saben que en el 90% de los conciertos el público ya está encantado desde el primer acorde–. Por suerte, con el paso de los días, he encontrado alguna voz que, al igual que yo, argumenta que el combo de Sheffield debería tener los días contados después de lo que ofreció. En lo que tuve delante no hubo ni rastro de aquel nervio, de aquellas ganas adolescentes. Lo que había sobre el escenario era unos melenudos encantados de haberse conocido jugando a rock stars con ecos de Nick Cave, al que quisieron emular con una versión de Red right hand que mejor olvidar. El respetable, por mucho que digan, también estaba esperando a que llegaran los grandes hits, como When the sun goes down –de patética ejecución, pero de gran emoción generalizada– o el himno Bet you look good on the dancefloor, que fueron de lo poco que se libró de un cierto hedor a psicodelia de segunda división. Para colmo, un tramo final ñoño, con confeti incluido en Secret door, que haría que incluso los Scorpions sintieran vergüenza ajena. En definitiva, pueden estar seguros de que en la próxima visita de estos rock stars del siglo XXI un servidor no piensa pagar un euro por verlos.

sábado, 13 de febrero de 2010

“Hay que destruir el aparato tecnológico”

Entrevista a John Zerzan, teórico del anarquismo primitivista

DIAGONAL: En una entrevista reciente decías que están surgiendo planteamientos que cuestionan eficazmente la modernidad y el progreso. ¿Qué opinión tienes del movimiento del decrecimiento y su capacidad de respuesta a la crisis económica global?
JOHN ZERZAN: Hace un par de años, en Barcelona, hubo una discusión considerable, sobre todo desde grupos franceses, de esta tendencia. Algunos aspiraban a integrarse en el juego parlamentario, lo que considero mala idea, y no sé qué grado de radicalidad implica su propuesta. Por un lado, algunos de sus conceptos no van demasiado lejos, como las “ciudades lentas”, la “alimentación lenta” o la idea de simplificación. Por otro, no tienen mucho alcance porque carecen de crítica sobre la totalidad del fenómeno. Todo el mundo va en la dirección del crecimiento industrial descontrolado: China, India y otros muchos países avanzan con rapidez hacia esta realidad. Así pues, el decrecimiento puede ser deseable, pero hay que plantear una lucha concreta contra todas estas dinámicas, instituciones y fuerzas que empujan en la otra dirección. Creo que promueven algo sano, pero, si optan por la vía de integración en partidos verdes y demás, creo que su enfoque quedará comprometido por la dinámica de partidos, aunque tal vez sean capaces de encontrar una vía alternativa.
D.: ¿Cuál sería tu acercamiento teórico a esta lucha?
J.Z.: El antiindustrialismo. Si no nos ocupamos de este problema, estamos evitando encarar la manifestación principal de la sociedad de masas, que ya tiene una vigencia de 9.000 años. No podemos sino reconocer una realidad que no hace feliz a casi nadie, ante la que están reaccionando grupos humanos en todos los continentes, en todos los países. La sociedad industrial envenena el aire, conduce a la esclavitud a millones de personas, acaba con los pueblos indígenas y sus formas de vida. Y hoy en día ni siquiera se trata de esconder su verdadera naturaleza; sus agentes operan a la luz del día. Copenhague ha sido un desastre completamente predecible y Obama es otro Bush; parece que definitivamente se ha terminado la ilusión y tal vez ahora nos podamos enfrentar con nuestros problemas verdaderos.
D.: ¿Qué opinión te merece internet? ¿Es un síntoma de domesticación o tiene un peso específico como herramienta transformadora?
J.Z.: Creo que ambas cosas. No sé aquí, pero en EE UU pasamos nuestra vida frente a la pantalla. Somos adictos a este tipo de interacción, supongo que por el nivel de desamparo existente. Hoy un amigo es alguien a quien probablemente nunca hayas visto en persona, vamos a todos lados con el móvil en la oreja. Parece que nadie quiere estar presente en este mundo arrasado, siempre estamos en otra parte. Pero no existe otra parte. Este mundo se define por la tecnología, la tecnocultura se expande con gran velocidad, a pesar de ser económicamente excluyente. Y en la base de este proceso está el posmodernismo, que se caracteriza por la adopción incondicional de la tecnología, así como por la pérdida de las ideas de causalidad, valor o significado. Sólo deja espacio a lo momentáneo y trivial.
D.: ¿Crees que este sistema se ha implementado desde arriba o se trata de una deriva que nos hemos trabajado nosotros mismos?
J.Z.: Creo que esta situación proviene de nuestro sistema de consumo. Y será imposible abordar el problema eficazmente sin aplicar una crítica radical a este fenómeno, porque la tecnología en sí es neutral. Si no politizamos la cuestión de su uso y las raíces de su existencia es imposible frenar esta situación. Los efectos negativos de este modelo son visibles en la salud física y mental de nuestra sociedad. Por ejemplo, el fenómeno de los tiroteos en escuelas e instituciones. Estas manifestaciones patológicas se producen en los países más desarrollados –EE UU, Finlandia o Alemania–, como síntomas de una sociedad disfuncional, del vacío de un mundo uniformizado que está acabando con la idea de comunidad y tantos otros conceptos importantes en nuestra vida. Mientras sigamos apostando por una sociedad tecnológica de masas, como hace la izquierda, no seremos capaces de librarnos de todo este lastre y regresar a una experiencia directa del mundo.
D.: ¿Y cómo enfrentar el proceso práctico de cambiar el modelo?
J.Z.: Poniendo el problema sobre la mesa, dándole la relevancia que merece e insistiendo en el papel central que debe jugar en la discusión pública. Nuestra postura implica destruir todo el aparato tecnológico antes de que nos destruya y de que elimine todo valor y textura de la vida. Se trata de reconectar con la tierra, por ello nuestra inspiración fundamental son los modos de vida de los pueblos indígenas.
D.: ¿Qué harías si el sistema cayera mañana y tuvieras la oportunidad de intervenir e implementar cambios concretos?
J.Z.: El problema es que la mayor parte de la población de las grandes ciudades moriría en tres días. No duraríamos mucho sin energía, con los alimentos pudriéndose, sin habilidades para sobrevivir y con el instinto atrofiado. No sabríamos qué comer, qué planta es cuál, como hacer fuego, buscar agua, refugio... Nos tenemos que preparar para ese proceso, porque la ciudad es artificial e insostenible, y no representa el mundo al que nos enfrentaremos cuando el sistema se detenga... Además, poseer esas herramientas de supervivencia empodera políticamente, da sensación de autonomía. Si quieres salir del sistema, pero no tienes estos conocimientos, al final seguramente no des el paso.

viernes, 12 de febrero de 2010

My friends are my culture


Zas, en toda la boca!

La frase más popular del mítico Peter Griffin viene como anillo al dedo para resumir lo que contiene el debut de Furguson. Después de un tiempo formándose como grupo -desde telonear a Oxford Collapse hasta debutar en un gran festival como el Primavera Club–, los cinco de Gurb (para los que suspendieron geografía: una población que no llega a 3.000 habitantes cercana a Vic) nos traen su esperadísimo y desacomplejado debut, My friends are my culture (La Castanya, 2010), acertado título que deberíamos tomar como filosofía en los difíciles tiempos que corren. Grabado en los estudios Ultramarinos Costa Brava, con Santi García de productor -este hombre lleva tiempo detrás de lo mejor de por aquí-, nos entregan, en poco más de veinte minutos, lo que será sin duda uno de mis favoritos del año. Según declaran ellos mismos en su MySpace, sus influencias van desde Aina a Talking Heads, pasando por Pau Riba o El último de la fila.

Y es que, aunque a priori uno se espere un sucedáneo provinciano de Animal Collective –¡malditos prejuicios!–, aquí hay mucho más. Claro que hay referencias a los de Boston y a HEALTH -aunque yo les veo más cercanos a No Age-, pero es que además encontramos desde punk de toda la vida hasta el indie noventero que tanto nos gusta. Hitazos instantáneos como Three centuries o Everybody else, con estribillos beodos; diamantes brillantes cercanos a Nueva Vulcano en el tema que da título al disco o, incluso, ecos a The Rentals en los teclados de A ciri masai. Además de todo esto, hay que destacar que estamos ante la segunda referencia de La Castanya, unos amantes de la música a los que no les importa invertir en calidad. Dentro de sus próximos lanzamientos encontramos la nueva entrega del siempre brillante Ted Leo and the Pharmacist, el esperadísimo debut de Me and the bees o un recopilatorio de rarezas de The Van Pelt. Joyas imprescindibles en cualquiera de sus estanterías.

En definitiva, que aquí de lo que se trata es de rodearse de lo mejor, chocar unas cervezas y marcarse unos bailoteos. Así que ya lo saben: si, como yo, no pueden esperar ni un segundo más sin mandar a paseo el peso de los días, engánchese a Furguson. Nuevos bailes para viejos males.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Roy Loney nos visita.


Roy Loney, el que fuera primer cantante de los míticos Flamin’ Groovies, vuelve a nuestros escenarios para presentarnos su nuevo disco en solitario: Got me a hot one, editado por Bloody Hotsak. El viejo Roy viene dispuesto a demostrar que, a sus sesenta y tres años, es capaz de hacer temblar a más de un modernillo con su rock’n’roll de toda la vida. Esta vez, como es habitual últimamente, estará acompañado de la banda donostiarra Sr. No, con los que, además de presentar sus últimas composiciones, repasará su discografía incluyendo los grandes clásicos que le dieron conocer.

Completan el cartel Hi-Risers, desde Rochester, New York, trayéndonos lo mejor del rock americano: rhythm & blues, country, doo-wop, rockabilly y surf.

Las fechas de este doble e imprescindible cartel son:

Martes 9 de febrero. Santiago. Sala Nasa. Aniversario A Reixa Bar.
Miércoles 10 de febrero. Madrid. Sala El Sol.
Jueves 11 de febrero. Donosti. Gazteszena.
Viernes 12 de febrero. Durango. Plateruena.
Sábado 13 de febrero. Barcelona. Sala [2] de Apolo. Fiesta Ruta 66.

Nueva Vulcano - Los Peces de Colores


Reírse de los peces de colores: 1. loc. verb. No dar importancia a las consecuencias de un acto propio o ajeno, no tomarlas en serio.

Ésta es, según la Real Academia Española de la Lengua, la definición de la que (supuestamente) proviene el título del último disco de Nueva Vulcano, Los peces de colores (BCore, 2009). Pues bien, una vez más, y como es costumbre, nos vamos a pasar a la Real Academia por donde la espalda pierde su casto nombre. Y es que es justo lo contrario lo que deben hacer con la tercera entrega de los barceloneses: a estos peces hay que hacerles caso, todo el caso que puedan; y si la crisis se lo permite, llévenselos a casa y háganles un hueco destacado junto a sus otras mascotas favoritas, ésas que guardan celosamente en sus estanterías musicales. Sí, ya sé que me dirán que mejor lo descargan o que lo escuchan por Spotify, con esa odiosa voz que les recuerda que para disfrutar hay que pagar canción sí, canción también. En fin, allá cada uno con lo que hace, pero les avanzo que sólo la preciosa pecera de estos peces pixelados que Joan Guàrdia ha diseñado para la ocasión ya merece desembolsar unos pocos euros en su tienda de animales favorita. Y es que en poco menos de 32 minutos podemos descubrir piedras preciosas como la enorme Te debo un baile (canción de la vida desde ya), Dulce y ácida, El ataque, Amor Moderno o Níquel, Canela, que más que peces son tiburones, donde Artur Estrada -en este disco se confirma como uno de los letristas más brillantes en castellano, con permiso del señor Luque, por supuesto- ejerce de una especie de Sheriff Brody y nos lleva hasta lo más hondo, flanqueado por Wences Aparicio, con unas líneas de bajo para recordar, y Albert Guàrdia, expandiendo su batería por todo el océano. Y por si no tienen bastante con todo esto, aún hay sitio para los guiños a bandas amigas como Za! o Nisei, África, o la protesta más mordaz, La ley de costas. Así que háganme caso y no se rían de los peces de colores; sus oídos lo agradecerán.