
El pasado 6 de febrero, en el Sant Jordi Club -espacio que no acabo de entender muy bien–, me di de bruces con un grupo que no tenía nada que ver con aquella grata sorpresa que descubrí hace cuatro años. Para mi asombro, después de hablar con algunos amigos, a una gran parte de los asistentes le había encantado la actuación –aunque de eso no hay que fiarse mucho, porque ya saben que en el 90% de los conciertos el público ya está encantado desde el primer acorde–. Por suerte, con el paso de los días, he encontrado alguna voz que, al igual que yo, argumenta que el combo de Sheffield debería tener los días contados después de lo que ofreció. En lo que tuve delante no hubo ni rastro de aquel nervio, de aquellas ganas adolescentes. Lo que había sobre el escenario era unos melenudos encantados de haberse conocido jugando a rock stars con ecos de Nick Cave, al que quisieron emular con una versión de Red right hand que mejor olvidar. El respetable, por mucho que digan, también estaba esperando a que llegaran los grandes hits, como When the sun goes down –de patética ejecución, pero de gran emoción generalizada– o el himno Bet you look good on the dancefloor, que fueron de lo poco que se libró de un cierto hedor a psicodelia de segunda división. Para colmo, un tramo final ñoño, con confeti incluido en Secret door, que haría que incluso los Scorpions sintieran vergüenza ajena. En definitiva, pueden estar seguros de que en la próxima visita de estos rock stars del siglo XXI un servidor no piensa pagar un euro por verlos.
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